miércoles, 14 de febrero de 2007

PRECIOUS MEMORIES

OFICIOS DE PASO

No recuerdo donde leí que antes de escribir algunos de sus cuentos, Bukowsky trabajó en una oficina de Correos. Como todas las historias, el trabajo le llegó a inspirar tanto que luego publicó Post-Office, una novela evocadora sin duda, que no he leído por falta de voluntad, el eterno motivo de mis lecturas pendientes.

Este recuerdo se me presentó de pronto cuando sin ganas de escribir, ésta vez por falta de inspiración, pensé que tanto mis trabajos anteriores como el actual, podrían dar mucho de sí. Aunque el problema se viene siempre solo. Y luego pensé que escribir sobre el trabajo es algo demasiado fácil. Como si uno no se pudiera abstraer. Pero inmediatamente después –en el intento de echar de mi cabeza esos pensamientos que no hacen otra cosa que perjudicarme constantemente[1]-, pensé que buscaría la manera de amenizar esa tarea para que aún y escribiendo sobre trabajo, las letras pudieran/puedan ser ocurrentes. Otro día hablamos del trabajo en sí.


Era ayer cuando miraba las ciudades. Me preguntaba cual es el espacio común entre los hombres que construyen capitales que entre ellas guardan muchos quilómetros. Antes de que el blanco inglés se venga a España y visite cómo nos lo hacemos para levantar un puerto, antes de que el sueco se vaya más abajo de Marruecos para ver como se toman el sol de cara y tantas hectáreas desiertas, antes de que el gordo americano pise la China comunista y se traiga de allí algún techo oriental para montar un club de copas, antes, creo que debe existir algún lugar común entre los hombres, entre las mentes de los hombres que viven lejos pero nacen y mueren tan/muy cerca.

Imagino que debe haber unas necesidades previas de organización que aunque de forma involuntaria, se manifiestan a la hora de poner sobre la mesa las exigencias, condiciones y requerimientos para cimentar un mundo, un mundo feliz para Huxley y un mundo normal para los demás.


«¡O qué maravilla!
¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!
¡Cuán bella es la humanidad!
¡O mundo feliz,
en el que vive gente así!»


Lo que pasa es que parece que hay civilizaciones que saben encontrar la forma de los arcos, los materiales de las paredes, los colores de los suelos, la forma de los jardines y patios interiores, las dimensiones exactas de las ventanas, la distribución de las estancias y el ritmo de las escaleras. Pues puede parecer que no importa, pero las escaleras tienen su ritmo. Y sin que uno lo sepa, el ritmo le influye. Puede que después de un tramo de según que peldaños a uno se le haya cambiado el humor. No es ninguna tontería. Y algunas civilizaciones lo saben. Otras las copian. Pero algunas lo saben desde que llegaron. Aunque yo no toco el tema lo suficiente como para disertar aquí nada interesante a leer en los capítulos que todavía están por llegar. Yo iba a por el espacio común entre los hombres que todavía no han surcado en carabela. Strange.

Aquellos que no han tenido oportunidad de ver campos más verdes que los suyos, ni montañas más bajas, ni cordilleras dispuestas de otras maneras. Hablo de aquellos que en su lago ven el mar y en el trozo de cielo azul que cubre su región, el universo. Les pasa a todos antes de hacer cualquier viaje. Luego, solo que hagan una excursión a pocos quilómetros, les cambia la perspectiva. Sigo pero, refiriéndome a aquellos hombres que sin haberse alejado más de mil metros de su casa pueden llegar a determinar y apercibir las cosas de un modo similar al que lo hacen en un lugar muy lejano, en un lugar donde si no desconocen la existencia de éste, la mantienen curiosa. Y no obstante, pasa.

“¿Qué hay –me pregunto-, qué hay que independientemente de las modas, de los cánones estéticos, de las religiones, de las revoluciones industriales, de las guerras bélicas, de los terremotos y de los maremotos, que coño hay, que hace que puedas encontrar un comedor en Tailandia que se parezca a un comedor de las Islas Canarias, sin que haya decorador ni arquitecto que los haya puesto en contacto?”.

No sé yo qué es lo que hay, pero me parece entretenido cuestionárselo. Por no mirar televisión. Para sacar alguna conclusión de vez en cuando…


Había una vez un Departamento de Prensa de una entidad corporativa que se la repartían el sector público y el sector privado. Una empresa que ponía bonita la ciudad. Algunos de sus trabajadores nacieron para dedicarle todo el tiempo y creerse cada campaña de márqueting que sobre ella se hacía. Nacieron para ordenar actividades culturales, guiar a la gente por los cascos antiguos, crear rutas de autobuses de las que se entrecruzan por las urbes y pasan cerca de los edificios que en el extranjero nos dejan caer bien. Hay gente que cuando muera sabrá muchas más cosas de su ciudad que otra. También hay gente que parece que menos comer y dormir, pasa la vida en los bancos. Y lo saben todo sobre los bancos. Y su vida, en el fondo, y no tan en el fondo, está totalmente condicionada por ello. Tenía una conocida que tenía que ser suegra pero como todas las primeras se queda en conocida, que trabajaba en un banco. Cada ‘x’ tiempo la ascendían. Cada otro tanto, la cambiaban de distrito. Tuvo una buena casa, un buen coche y mil buenas condiciones, gracias a haberlo dado todo por el banco. Es algo que ocurre. Pero no deja de cautivarme el hecho de pensar que unos mueren contagiados de mucha más física que otros, que unos se marchan con cierta información acerca de cómo funciona el sistema del alcantarillado –después de barrer la metrópolis unos cuantos años-, y que otros al irse no han tenido tiempo de contarnos como les fue la vida después de estar horas y horas amasando pasteles, o haciendo ramos de flores o yendo a pedirle a la gente que le pague lo que le debe. Lo que hablábamos, los oficios. Los oficios acaban organizando nuestra vida, como los vicios. Acaban por conformarnos una idea del mundo –en cada caso distinta y en cada caso muy concreta-, de cómo funcionan las cosas. Y aunque continuará siendo así, a menos que no lo pongamos en común, es un error. Es un error porque es incompleto.

En el Departamento de Prensa, en un Departamento de Prensa que se contenía en un despacho de unos diez metros cuadrados encontré a un joven de los que no pudieron hacer nada con sus malos hábitos de querer demostrar –sin minuto de descanso- todo lo que sabía. Un joven de los que por insatisfecho maltrata a la gente mayor. La gente mayor ya tiene bastante con ser mayor, no debería haber jóvenes vanidosos de a los que les gusta molestar a la gente mayor. Tampoco su orgullo le brindaba oportunidad para reconocer los méritos de los que en silencio y desde la sombra trabajan para él. Cuánto orgullo. Sin embargo, cada mañana, llegaba como simpático, presuncioso pero simpático, con aire de suficiencia mutilada. Una vez escuché que le faltaban dos tortas. Más bien, le sobraban unas cuantas. Parecía que nadie lo quiso como él se creía merecer. Y es que precisamente, el engreimiento y la impertinencia demostraban esa falta de amor verdadero siendo necesarios continuamente los números de insolencia en los que parecía habérsele muerto la abuela. Lo fui descubriendo poco a poco. Tras de sí, se escondía una de aquellas mentes maquiavélicas – tampoco dotada en exceso, pues si la estrategia falla o es descubierta es que hay más mentes y más peligrosas-, que no deducí al principio.

La jefa del Departamento de Prensa durante casi veinte años había sido, -hacía poco tiempo-, retirada injustamente de su puesto, habiendo acordado con ella la continuación pero desde otra ventana. Ahora a ella, a ella que hablaba italiano, alemán, inglés y portugués además de español y catalán la sustituía el joven que al contratarlo habían considerado apuesto. Al principio se habían declarado la guerra. A Luisa le costaba aceptar la derrota, pensaba que aquél bajito impostor jamás tendría las tablas que tenía ella, ni los contactos, ni la facilidad por encantar a la gente, ni el porte, ni la imagen, ni la cultura anterior a la neo-cultura, ni la consciencia de clase, ni nada. Era un joven que además no había ni nacido ni vivido en la ciudad. Pero tengo que reconocer que aunque con pocas cualidades, se había casado con una chica guapa. Una chica de aquellas que cuando reconoces, te sueles preguntar que esperarán de la vida, si sin saber nada de ella, lo primero que hacen es caer rendidas en brazos de mediocres marineros que por estudiar demasiado les parece que lo saben todo. Y luego, les piden la luna. Y una no les pediría ni un café. Y son chicas guapas. Algunas solo son guapas, otras hasta piensan un poquito.

Además de este enlace[2] entre el joven desgraciado y la chica, que rubia, guapa, en el Departamento de Prensa se hablaba de otros temas. Luisa era uno de ellos. ¿Cómo se debe sentir Luisa estando por debajo de Guilero –le llamaban-, recibiendo órdenes – la mayoría de veces absurdas- y notando la poca consistencia de algunos encargos?

Luisa, no era aquella que uno se imagina. Era muy presumida, no iba a permitir que si buscaban, encontrasen. Cambió su manera de organizarse el trabajo. Mantenía sus contactos, estaba horas y horas hablando por teléfono con sus amigas de otras ciudades, regalándose recetas para pasteles, jugando con sus nietos y diciéndole a la canguro que por la tarde ya iría ella a la salida del colegio, y al mediodía, Luisa tenía las narices de encerrarse en la sala de juntas en las que había tele y ver la telenovela -algunos días discreta, y otros no-.

Encontré que era una buena manera de afrontar el tema de la jubilación anticipada. Poniéndole huevos. Cada día que pasaba, algo de su vestuario había cambiado. Primero empezó por ir con ropa más ajustada. Tenía sesenta años pero no los llevaba nada mal. Era de aquellas señoras que uno se cruza por la calle y se queda pensando en la suerte que tendrá el marido que cada día al llegar al dulce hogar se encuentra con esa mujer que además de oler, cocinar y hablar bien, guarda su punto de atractivo. Luisa hasta se puso lentillas de color. Un jueves fue el último día que –en secreto- llevó gafas. El viernes ya traía las lentes de contacto. Y además, azules. En dos semanas también se cambió el pelo. En lo del pelo diría que la engañaron. La típica peluquera que por tendencias le pondría el mismo pelo a todo el distrito obviando que cada uno tiene su estilo y es conveniente y sin remedio que lo tenga. Luisa pasaba por allí cada día. Y cuando vino el sol se marchaba temprano. Y le explicaba lo que podía a todo el mundo para enseñar que estaba contenta. Y lo estaba. Ésta es la gracia, que el Gilero no pudo con ella. Maldito Gilero que todavía me debe dinero.

Se casó en una ermita que vi en fotos. Y aquél día hizo ver que era muy feliz. Como lo hará toda la vida.

[1] Aprovecho aquí para alabar a la física cuántica de la que me encargaré de buscar algún agujero en algún capítulo próximo.
[2] Más tarde nos entretenemos con el enlace pastel.

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